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No existen relaciones unívocas entre arte y realidad. Toda pretensión de autoridad prescriptiva queda desvirtuada por la inmensa diversidad de su manifestación histórica. Ninguna estética, período, referencia geográfica, cultural o política ha logrado totalizar la experiencia estética e imponer una versión definitiva. El arte se concibe a sí mismo en lo que crea, porque el artista amplía el marco de lo real a través de lo intuible, sin solicitar permiso. Hija bastarda, la utilidad del arte se torna consumismo sin comprensión. No obstante, resiste la experiencia transformadora, el tránsito que obliga.
La sal del la tierra (2014), de Wim Wenders, establece una sinergia imperfecta con la extraordinaria obra de Sebastião Salgado. La película asimila y sostiene la impactante presencia de las fotos, no obstante la torpeza de Wenders de sobreimponerles el rostro del fotógrafo. Salgado una referencia de artista social, capaz de atrapar la profundidad del desconsuelo y ser un gran esteta, sorprendente e incómodo. El mismo texto ofrece sus límites: el director alemán enmendaría la búsqueda que Juliano Ribeiro Salgado hizo de su padre, siguiendo la estela del fotógrafo que partió de Ítaca. Una precaria filmación que se envuelve en el recuerdo de los ángeles caídos de El cielo sobre Berlín, recobrando el color de la vida a precio de su eternidad. Lo biográfico ayuda, pero sobra. Basta el discurso del fotógrafo sobre la silueta del dolor humano. El inevitable antecedente es Il volo (2010), acogida excepcional de refugiados en Riace, Calabria, donde guerreros gigantes fueron rescatados del mar. Se pasa de la ficción –sobre hechos reales– a la realidad de una Europa insensible a la tragedia que ha provocado en otros pueblos. En una filmografía frecuentemente metanarrativa, este corto reflexiona sobre el rol del arte en una sociedad deshumanizada.
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